No tuvo ayer Mariano Rajoy una jornada cómoda. Tras hacer un repaso de las ediciones digitales de los medios y de la tertulias radiofónicas de esta mañana, al presidente del PP se le amontonaron el trabajo y los desaires. Portazo de Eduardo Zaplana (se va de baranda de Telefónica, un chollazo); el fichaje antes estrella y ahora estrellado, Manuel Pizarro, se amotina, le dice que no quiere ni migajas ni limosnas y renuncia a ser vicepresidente de la Comisión de Economía del Congreso de los Diputados («yo no quiero nada, Mariano», le espetó a la altura de la yugular en los pasillos del hemiciclo sin disimulo y con Rajoy dando un pasito atrás y los fotógrafos ajustando sus objetivos); y otra rebajada de servicio, la diputada Ana Torme, colaboradora de Zaplana, dejó sobre la mesa un puesto de portavoz adjunta. Ángel Acebes, entre tanto, sonríe encantado de conocerse y también está esperando el momento para dar la espantá. Esperanza Aguirre ya ha clamado contra el viento por la fuga de cerebros liberales.
A Mariano le cuesta imponerse, demostrar su autoridad, se ha puesto demasiadas veces amarillo y no una sola vez colorao desde que perdió las elecciones. Es su estilo, suele nadar y guardar la ropa. Pese a estos sinsabores, por una o por otra razón, se le ha despejado el campo. Ha dejado fuera o se ha marchado la vieja guardia de Aznar, a la que él también pertenece. A la espera de que se celebre el congreso de junio, Rajoy podrá coger el timón de esta nave a la deriva y elegir el rumbo para esta legislatura. Ya se ha hartado de ser el muñeco del ventrilocuo.
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