No volveré a adentrarme en los caminos de aquel verano de lagartos y sed. Pero si persevero en lo amarillo de las colinas, aún puedo ver la piel del cielo desflecado entre las jaras y los escaramujos. Abandoné la casa hace una hora con sigilo en busca de su aliento sin saber en qué rincón hallarla. Las libélulas muerden la brisa. El campo huele a miel y a moras agridulces. Por el margen de la vereda subo sorteando, desnudo, las adelfas. Arden mis pies pisando los guijarros incandescentes. Muy dentro, en la espesura, me recibe: sus brazos son dos cañas de maíz en las que se refugia mi niñez.
Ven conmigo, mujer que me acompañas, déjame que te llame con las voces de todos los que a veces hemos sido. Baja las escaleras de la noche, despójate de tus cansadas ropas y tócame la espalda como un ave, señal de que empecemos. Es septiembre en mi vientre enervado y memorioso, y en las calles de la ciudad incógnita somos una vez más recién llegados. Ven conmigo, mujer sin abalorios, quiero invitarte a trajinar el aire según el método que ya es el nuestro después de tantos años de comienzos. Así hemos navegado otros lugares: en este oficio de la extranjería ya somos para siempre veteranos.
Salgamos a invadir estas aceras, descalzos inventores de murmullos, animales de paso, piel furtiva alerta a las traiciones de la noche, los párpados temblando como anuncios de neón en los techos de la cuadra.
Nadie nos espera en ninguna calle, ni hay bocas en el túnel que nos muerdan los pasos despoblados, pero es cierto: nos han seguido como sigue el tiempo a los enfermos. (No es de sorprenderse, porque la enfermedad sale de noche). ¿No sientes que nos miran? Yo lo siento. Lancemos una sonda a la tristeza, juguémonos la vida por un rato, y que alguien pase a recoger los restos. Los dioses derrotados ya se han ido. En cambio tú, mujer, sigues conmigo: cuidándome, celosa centinela, con la grave fiereza de un suicida.
Permite que esta noche me refugie en los cóncavos puertos de tus brazos, orgulloso de miedo y de deseo, o al menos que recuerde ese escondite y me pierda contigo horas enteras en la selva de los otros infernales, sintiendo en los zapatos el asfalto y en el brazo tu roce de metrónomo.
No vine sólo por decirte (aunque también) que no volveré nunca, y que nunca podré olvidarte.
Emprendo la tarea (imposible, si es que algo hay imposible) de racionalizar, interpretar, reconstruir y desandar aquellas fábulas y hechizos que gracias a ti fueron realidad.
Recupero los pasos iniciados a la orilla del río y que desembocaban en “Kiss Bar” (aunque no estoy seguro dónde estaba el principio y dónde el fin).
Estoy cansado, muy cansado. Don Antonio Machado dijo hace más de sesenta años “Soy viejo porque tengo más de setenta años, que es mucha edad para un español”. (Sin comentarios).
He vivido días radiantes gracias a ti. Entre mis dedos se escurrían cristalinas las horas, agua pura. Benditas sean.
Fue un tercer grado carcelario: regresas a la cárcel por la noche, por el día ―espejismo― te sientes libre, libre, libre. Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos arrebatarme tanta felicidad.
Yo no he venido ―te lo dije― para decirte adiós. Sé que no me echarás de menos, y eso que yo soñaba ser todo para ti como tú lo eres todo para mí. ¡Ay vanidad de vanidades y todo vanidad!
No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas). Bebo el último whisky en el “Kiss Bar”, la última margarita en “Santa Fe”, rodeo luego la ciudad y su muralla de agua en la que ya no queda nada que fue mío. Desisto de adentrarme en su recinto, no tengo fuerzas para celebrar la melancólica liturgia de la separación Sólo deseo ya dormir, dormir, tal vez soñar…
Me pareció que estaba asomada en una cascada del bosque mientras metías tu mano en mis nalgas. Creí que volaba bajándome del caballo tu mano en mi sexo me impulsaba como pájaro húmedo. Floté gozosamente en la ocasión me mojé hasta las rodillas y dos lágrimas me pusieron negras las mejillas.