Entonces comprendimos que la lluvia también era hermosa. Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados. Otras veces cae con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres. De cualquier manera la lluvia es saludable y triste. De cualquier manera sus tambores acunan nuestras noches y la lectura tranquila corre a su lado por los canales del sueño. Tú venías hacia mí y los otros seres pasaban. No habían despertado todavía al amor. No sabían nada de nosotros. De nuestro gran secreto. Ignoraban la intimidad de nuestros abrazos voluptuosos, la ternura de nuestra fatiga. Acaso los rostros amigos, las fotografías, los paisajes que hemos visto juntos, tantos gestos que hemos entrevisto o sospechado, los ademanes y las palabras de ellos, todo, todo ha desaparecido y estamos solos bajo la lluvia, solos en nuestro compartido, en nuestro apretado destino, en nuestra posible muerte única, en nuestra posible resurrección. Te quiero con toda la ternura de la lluvia. Te quiero con toda la furia de la lluvia. Te quiero con todos los tambores de la lluvia. Te quiero con todos los violines de la lluvia.
Aún tenemos fuerzas para subir la callejuela empinada. Recién estamos descubriendo los puentes y las casas, las ventanas y las luces, los barcos y los horizontes. Tú estás arriba, suntuosa y bíblica, pero tan humana, increíble, pero tan real, numerosa, pero tan mía. Yo te veo hasta en la sombra imprecisa del sueño. Oh, visitante. Ya es seguro que ningún desvío nos separará. Iguales luces señaleras nos atraen hacia la compartida vida, hacia el destino único. Ambos nos ayudaremos para subir la callejuela empinada. Ni en nuestra carne ni en nuestro espíritu nunca pasaremos la línea del otoño. Porque la intensidad de nuestro amor es tan grande, tan poderosa, que no nos daremos cuenta cuando todo haya muerto, cuando tú y yo seamos dos sombras, y todavía estemos pegados, juntos, subiendo siempre la callejuela sin fin de una pasión irremediable. Oh, visitante. Estoy lleno de tu vida y de tu muerte. Estoy tocado de tu destino. Al extremo de que nada te pertenece sino yo. Al extremo de que nada me pertenece sino tú. Sin embargo yo quería hablar de la lluvia, igual, pero distinta, ya al caer sobre los jardines, ya al deslizarse por los muros, ya al reflejar sobre el asfalto las súbitas, las fugitivas luces rojas de los automóviles, ya al inundar los barrios de nuestra solidaridad y de nuestra esperanza, los humildes barrios de los trabajadores. La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la alegría. Oh, íntima, recóndita alegría. Estoy tocado de tu destino. Oh, lluvia. Oh, generosa.
Aquella música que nunca acepta su armonía es armonía: arpegios que se miran en la luna, trinos que se regalan el oído son sucia miel, no música
Tienes ejemplos en las olas que saben que su próxima batida en el acantilado no es la última ni la mejor de todas y en la lluvia que da su aroma a tierra agradecida y no puede sentirlo
De la lucha contra tus propios ídolos nace toda, la única armonía celeste: lluvia, olas son insatisfacción, son melodía, inagotable música.
Escalera crujiente, trozo de bosque organizado por el que ir hasta la cumbre de aquel desván lleno de sueños, pájaros silenciosos que viajan sin ruido. Sobre ti estaba el premio cubierto por el polvo y lo muerto vivía para mí, en mis ensueños. Hogar sin sótanos, todo aquello era hermoso porque estaba creando su recuerdo; viviéndote, sentía que de algún modo ya te recordaba. Y siempre que te acercas entre la niebla, oigo cómo se queja suavemente, enmohecido por las lluvias, el pesado cerrojo de una verja. La del jardín acaso.
Julia Uceda ha recibido esta semana la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.