Condena mediática

La imputación, desde un punto de vista procesal, se justifica como una garantía en la defensa para las personas inmersas en una causa judicial. Desde la perspectiva de los medios de comunicación se interpreta como una condena, un fallo adverso por la vía rápida. Muchas cabeceras se olvidan del derecho constitucional de la presunción de inocencia y dictan la tan en boga pena de telediario o de primera página de periódico. Por esta razón, más que una salvaguarda para los implicados, la imputación se convierte en un calvario. El nombre de la víctima de este linchamiento público y publicado queda manchado sin importar que más adelante la diligencia judicial dictamine su inocencia.

Lo que en el comienzo de la instrucción del caso eran grandes titulares y derroche de tiempo o espacio informativos, posteriormente cuando la causa se sobresee o la vista oral concluye sin culpables, todo se reduce a una noticia sin relevancia que se da casi de soslayo y que incluso, en ocasiones, se llega a omitir. Total, una absolución ya no tiene interés para los fedatarios de la actualidad. Con esta forma de actuar, los medios hacen un flaco favor a su credibilidad y ponen en entredicho su deber de ofrecer a la ciudanía una información veraz, ecuánime y completa.

No se trata de amordazar a los periodistas ni de imponer ningún tipo de censura a su quehacer profesional. Tan sólo apelar a la responsabilidad y a la función social de mediación que cumplen en una sociedad democrática. Hay que confeccionar el relato de actualidad sin estridencias y en su justa medida sin renunciar a la libertad de expresión. El sensacionalismo y los apresurados juicios paralelos son antitéticos con el buen periodismo. Las hemerotecas y los archivos audiovisuales están repletos de injusticias por la precipitación mediática en divulgar premonitorios veredictos sin aguardar el final del procedimiento. Los errores periodísticos no matan, pero tiran por tierra el honor y el prestigio de unos ciudadanos que, sin entender por qué, sufren un tormento indescriptible.

Por ejemplo, todos los medios sin excepción dieron la semana pasada como información que el alcalde de Estepona, David Valadez, sería llamado a testificar como imputado. Al día de hoy, no se ha producido esa supuesta imputación y parece que la jueza no tiene previsto dictar una providencia en ese sentido. Se ha dado cancha a una mercancía sin comprobar, es de suponer porque la fuente manipuladora gozaba de cierto crédito. En términos académicos nos encontramos ante un no-acontecimiento: se ha construido un relato periodístico sobre algo que no ha ocurrido, una pura ficción elevada a categoría de noticia, esparcida a los cuatro vientos por la acción amplificadora de las empresas informativas. Ninguno de los propagadores de esa falsa historia ha corregido su error. ¿Será por exceso de soberbia? Es hora de abrir una serena reflexión por parte de los medios sobre sus actuaciones desafortunadas y sus nefastas consecuencias.

El penúltimo mohicano

Ha caído el penúltimo mohicano del gilismo en Andalucía. Juan Carlos Juárez se ha visto forzado a presentar su dimisión como alcalde de La Línea (Cádiz) tras ser condenado por un delito de desobediencia a una sentencia judicial. Éste es sólo uno más de los muchos pleitos que tiene pendientes en los tribunales. Era la crónica de una muerte anunciada, aunque no por esperado deja de tener su relevancia política.

Juárez llega a La Línea de la mano de Jesús Gil, gana holgadamente las elecciones como su mentor en Marbella y empieza a aplicar un patrón en el que la gestión pública se entiende como un coto privado de intereses espurios y de maniobras de dudosa legalidad. Se cierra por suerte para este municipio del Campo de Gibraltar una década ominosa, con irregularidades a troche y moche. La trayectoria de este mohicano (el último sigue gobernando en San Roque) es para echarse a temblar: escándalos, quiebra técnica de la hacienda municipal desde mucho antes de la crisis, deficiente prestación de servicios públicos, impuestos asfixiantes para los ciudadanos y, lo que es más preocupante, un rosario de actuaciones judiciales pendientes con el ya ex alcalde y numerosos concejales imputados y/o procesados en numerosos y graves delitos.

En 2001, llega Juan Carlos Juárez al PP de la mano de Javier Arenas. Lo ficha a él y a todo su equipo saltándose en pacto anti-GIL a la torera firmado por los principales partidos políticos. Arenas rompió el cordón sanitario para poner una gaviota en el mapa de la comarca, por puro interés electoral. Y no sólo lo apadrinó en la pila bautismal popular, sino que lo arropó y lo mimó en todo momento, posibilitó el desfile de la cúpula nacional y andaluza del PP, ministros incluidos,  por La Línea. Si Gil fue su primer mentor, Arenas ha sido su gran valedor en los últimos años. Por tanto, es el responsable político de los desaguisados, de una gestión bajo sospecha y perniciosa para la ciudadanía y la imagen del municipio.

La dimisión de Juárez, a diferencia de lo que defiende el jefe de filas del primer partido de la oposición en Andalucía, ni es coherente ni merece respeto. Se ha ido porque la Justicia ha puesto fin, al menos de momento, a sus desmanes. Como siempre, Arenas con evasivas y el doble rasero. Este ángel justiciero es implacable con los adversarios y extremadamente condescendientes con los suyos. Ya se sabe: siempre la paja en el ojo ajeno.

Ahora, en La Línea es el momento del cambio de políticos y, especialmente, de políticas, de un vitaje radical de rumbo en la gestión de lo público, de abrir las ventanas del consistorio para que entre aire fresco.