II Hay dos caminos en mi vida. Siempre los hubo. En cada uno hallé un ánfora con el agua hasta los bordes. De las dos aguas he bebido hasta saciarme. Mas ahora, he llegado al final de cada trecho y las aguas han sido consumidas. Me coloco el peplo y te escojo a ti, vida, como tercer camino.
Para el que sabe ver siempre habrá al final del laberinto de la vida una puerta de oro.
Si la atraviesas hallarás un patio con musgo, empedrado, y en él dos cedros opulentos con sus pájaros dormidos. (No encontrarás ya aquí la música de Orfeo, sino sólo silencio.) Cruza el patio, verás luego otra puerta. Ábrela. Ya dentro, en la penumbra, verás un muro y, en él, unas palabras muy borrosas de cuya sencillez brota una luz que, lenta, pasa a ti y te devuelve al fin la libertad, la plenitud de ser: “Sean siempre alabadas las palabras dulcísimas que sanan: paz y bien”.
Después, ya en soledad profunda, verás que te hallas frente a otra puerta que aún no puedes abrir, porque no es el momento: la que quizá te lleve a otro laberinto, al laberinto último, invisible. ¿De él habrá salida?
(Sólo queda esperar, esperar al amparo seguro de esas letras borrosas que sanan.)
Mi primer viaje fue el del exilio quince días de mar sin parar la mar constante la mar antigua la mar continua la mar, el mal Quince días de agua sin luces de neón sin calles sin aceras sin ciudades solo la luz de algún barco en fugitiva Quince días de mar e incertidumbre no sabía adónde iba no conocía el puerto de destino solo sabía aquello que dejaba Por equipaje una maleta llena de papeles y de angustia los papeles para escribir la angustia para vivir con ella compañera amiga
Nadie te despidió en el puerto de partida nadie te esperaba en el puerto de llegada Y las hojas de papel en blanco enmoheciendo volviéndose amarillas en la maleta maceradas por el agua de los mares
Desde entonces tengo el trauma del viajero si me quedo en la ciudad me angustio si me voy tengo miedo de no poder volver Tiemblo antes de hacer una maleta —cuánto pesa lo imprescindible— A veces preferiría no ir a ninguna parte A veces preferiría marcharme El espacio me angustia como a los gatos Partir es siempre partirse en dos.
Después de tanto tiempo, vuelvo a estar en tu casa.
Las fotos del pasillo se han vuelto viejas de tanto vivir en el pasado.
Hay una luz de otro tiempo en las ventanas del fondo y el ruido de la calle trae voces de gente que ya ha muerto.
Dime si soy como tú, si me convierto como tú en el polvo que se acumula encima de las cosas.
Si ser tu hijo es esto: caminar por tus huellas, repetir tus gestos, estar en la misma dimensión de tus heridas.
En el salón los sueños siguen sintonizados en un canal que ya no existe, los muebles se han llenado de arrugas, en el piano se toca el nocturno de lo que se fue.
Junto a la chimenea se han arrojado todas nuestras noches, conversan en silencio nuestros cigarrillos, se hacen amargas las sombras en los vasos, por las paredes se va ensuciando algún rayo de luz.
En los espejos quien envejece soy yo.
Siento cómo hace frío en tu ropa colgada en el armario, cómo están helados los libros en las mesillas, cómo huelen al más allá las sábanas que ya nunca sabrán de ti.
Solo los que tienen un sentimiento del tiempo conocen lo que es la vida, me dijiste.
Ahora sé que estamos siempre diciendo adiós.
Sentimos nostalgia incluso de lo que poseemos.
Pero buscamos esa rara intensidad de vivir, ese no pensar la vida como una sucesión de días, sino los días como una sucesión de vidas.
Llenar el mundo de cosas para que cuando venga la muerte solo pueda llevarse un cuerpo desgastado que no le queda nada por dar.
Se han podrido los cubiertos y la vajilla con los que comíamos.
La sal se ha vuelto líquida. Sale oxidada el agua de los grifos.
Abro la cancela a las hierbas del jardín.
Quién sabe qué está pasando al otro lado de cada flor, de cada árbol, al otro lado de mi sombra.
¿Seguirás tú defendiéndonos de los incendios y de las barbaries, de las caídas de las civilizaciones? ¿Evitarás que el más miserable de los ladrones del Calvario lleve nuestro rostro? ¿Esconderás las piedras, bajo las que alguien nos sepultará, simplemente con el gesto de servir el café de la mañana?
Quién sabe si puede haber un milagro, la materia buscándose, transformándose infinitamente para que volvamos a sentarnos juntos a la mesa.
Hay que buscar con la esperanza de no encontrarlo todo. Hay siempre que pararse a dos jornadas de la felicidad. Hay que tender al infinito. Estar a punto de llegar pero no llegar nunca. Eso es la plenitud. Eso es la vida.
He soñado con mis ancestros y su olor a patatas robadas los he visto varear olivos con la cara llena de espinas he visto a mis ancestros bailar sobre una montaña de ajos al abuelo y su traje marrón a la abuela encendiendo seis velas en el altar de la caldera hablo del que juega a vestir las cerillas mojadas con barro y de los que cuentan chistes con las ventanas cerradas he visto a mi madre una niña con sus primeros pantalones vaqueros mirando al mar he visto la ropa en los tendederos de Venecia y a los poetas en Nueva York cuidar una tórtola y su dulcimer hecho con nieve pisada me he visto mirando al nuevo mundo con las memorias de Mayakovski bajo el jersey me he visto mecerme lento en los sueños de una chimenea los barcos el té y los poemas de Emily Dickinson escondidos en la sombra de una ballena he visto a mis hijos cantar ebrios en los confesionarios el frío se ha presentado como un erizo envuelto en serrín en alguna colcha yace un pájaro azul algún sueño sin calcetines que va comiendo rajas de sandía los estudiantes de español me recitan al unísono Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña camino por los pasillos de un mundo que huele a gofre y a gasolina.
AQUELLO EN LO QUE TE FIJAS CUANDO SALIMOS POR LAS NOCHES Elena Medel
Mi madre me enseñó que la mejor forma de pasar por la vida era renunciando a la propiedad particular. Ella me convenció de que podría transformar los balbuceos en música de cámara, con mis zapatos. Tus zapatos son mágicos, me dijo. Pierde uno y ganarás un marido. Vende dos y ante ti se revolverán las semillas de tu reino. Y yo susurraba: mi reino eterno. Junto a él. Decidí que los compraría de colores para camuflar mi identidad, sobrios si aspiro a desvelar mis secretos. No tacones ni zapatos planos ni aerodinamismo; le quiero suciamente. He descubierto que pasos-pequeños conducen a una-mujer-seria-con-dos-rayas-absortas.
Descalza, de puntillas, vuelvo a tener diez años y a morirme por dentro de tanta soledad.
Cuando te veo ahora en tus mejores años con toda la belleza de una copa de vino, brillándote en los ojos el deseo y las noches estrelladas de agosto, imagino ese invierno en que, vieja y cansada, te entregues al recuerdo.
He querido llegar antes que tú a ese día. Y revivir los tiempos en que tú levantaste de esta ruina una casa, plantaste en ella higueras, y alimentaste fuegos que a todos nos hicieron imaginar la vida muy lejos de los muertos.
Ya ves que ahora han llegado, siniestros, silenciosos. Por eso tu poeta ha venido contigo a recorrer de nuevo nuestras amadas ruinas, y si ayer fue tu risa, hoy será tu silencio, cuando, vieja y cansada, de nada sirve el sueño.
Mañana de suburbio y el autobús se acerca a la parada.
Hace frío en la calle, suavemente, casi de despertar en primavera, de ciudad que no ha entrado todavía en calor.
Desde mi asiento veo a las mujeres, con los ojos de sueño y la ropa sin brillo, en busca de su horario de trabajo.
Suben y van dejando al descubierto, en los cristales de la marquesina, un anuncio de cuerpos escogidos y de ropa interior. Las muchachas nos miran a los ojos desde el reino perfecto de su fotografía, sin horarios, sin prisa, obscenas como un sueño bronceado.
El hosco cielo va rodando arriba y amenaza sobre los montes negros.
Al fin será esta casa mi morada y hasta lo que es más duro en ella (ese muro de piedra, tan rotundo), dormirá sosegado en mi pupila. En esta casa el tiempo es la ternura y siempre callo hasta que sea el silencio lo que discurra dentro de mis venas. En mi morada no hay días ni noches. Mi morada es mi día y es mi noche. Cada mínima estancia es azotea. Floto en su soledad, bebo en su sombra; si ascendiendo a los desvanes de la luz desciendo hasta un saber que ya no sabe. Esta casa, en quietud, está girando -planetario de amor- en torno del remanso de los cuerpos.
En ella voy, sin ir, a cada sitio y a sus goces regreso sin marcharme. Todo cuanto busqué, aquí lo encuentro.
Esta morada es mundo sin el mundo. En ella suena música que arrastra hacia el sin fin, marea en la que voy y vengo (¡mas tan quieto!) recibiendo respuestas sin palabras a preguntas que no mueven mis labios. Y siento que tú estás aquí, aunque no estés, y que yo estoy en ti, aunque no estoy. Centro donde te veo al fin ¡tan cierta!; centro donde, no estando tú, en plenitud estás para salvarme.
Al fin el corazón ya ha retornado a escucharse a sí mismo. Qué dulzura este ir cerrándose a todo para poderse abrir y comprenderlo todo: Nada hermosa que lleva acariciando mi piel para acallarme, para acallarme aún más, y serenarme.
Morada del amor con sus anillos de silencio que silban, mas no ahogan, porque la sangre de los nuestros ya no está para dolernos (la sangre de los nuestros ahora es sólo la luz de cobre que está ardiendo lenta en torno a la copa del ciprés).
¡Morada en la marea de la vida, morada en la morada de la luz!